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Desmañanarse y ejercitarse

  • Luciano Hidalgo Guerrero
  • 11 dic 2017
  • 4 Min. de lectura

“Hay dos cosas que no soporto: Levantarme temprano y hacer ejercicio”, decía el señor Oscar Wilde. ¿Alguien está de acuerdo? Yo sí. Me explico.

Ahora, que mi edad y mi condición laboral me lo permiten, cada vez que me da sueño, no dudo en arrojarme a la cama sin preocuparme por la hora del día, y sobre todo, sin sentirme culpable por ausentarme de la realidad a horas que se consideran inapropiadas. También me puedo dar el lujo de permanecer despierto hasta la madrugada, sabiendo que no estoy sujeto a ningún horario específico para levantarme, y todo eso para mí no tiene precio.

Durante décadas tuve que levantarme muy temprano por obligación y no por gusto. Primero, cuando cursé la primaria (por fortuna, en esos tiempos no era obligatorio que los niños menores de seis años cursaran preprimaria; de haber sido así, mi suplicio habría sido mayor); luego, me desmañané durante casi veinte años de escuela, exceptuando los meses de vacaciones, y los últimos tres años de profesional, durante los cuales tuve la maravillosa idea de cambiar de turno, para evitarme las levantadas cuando todavía no amanecía. Después de terminar mis estudios, trabajé como asalariado durante otras tres décadas, durante las cuales, siempre tuve que levantarme temprano.

Todo ese tiempo procuré vivir cerca del trabajo, precisamente para no tener que levantarme horas antes de la entrada; pero hubo épocas en las que laboré lejos de casa, y casi siempre tenía que madrugar en tales sitios. Y aun así, todo el tiempo soñaba con que algún día tuviera una hora de ingreso a las diez de la mañana, cosa que nunca ocurrió; o que llegara un día en que se pudiera laborar desde casa y enviar el trabajo desde ahí, que por fortuna ya sucede en la actualidad, para poder levantarme exactamente cuando me dé la gana, y ponerme a trabajar mientras me tomo un delicioso café, todavía en bata porque la ducha puede esperar. Total, levantarse temprano definitivamente no es lo mío. Me desagrada.

En cuanto al ejercicio, nunca me ha gustado practicarlo y, exceptuando una breve temporada en mi adolescencia, en la que jugaba futbol con los vecinos en un gran parque cerca de donde vivía, o cuando de niño iba con mi papá a patinar al bosque de Chapultepec, a una pista exprofeso para ello, y me tenía que levantar de madrugada, porque papá decía que no se quería asolear patinando a las diez de la mañana, así que estábamos en la pista a las siete (y yo apenas lograba despertar completamente, después de haberme colocado mis patines, de llantas de acero, correas y uñas que se apretaban contra la suela de los zapatos), no hubo fuerza humana o razonamiento alguno, que me hiciera cambiar de opinión.

El colmo de mi aversión al deporte fue cuando en secundaria, donde aprobaba todas las materias sin problema, me reprobaron precisamente en Educación Física durante dos años consecutivos, por escabullirme para no asistir a esa, para mí, aburrida clase, en la que el profesor ponía a todos a hacer lagartijas y sentadillas. Después aprobé la materia fácilmente mediante examen extraordinario, que era algo inusitado: yo era el único en toda la escuela que adeudaba tal materia. En la primera ocasión aprobé entregando un trabajo escrito sobre Los Juegos Olímpicos, que en mi interior también quería ignorar olímpicamente; y en la segunda, no recuerdo qué trabajo por escrito entregué, pero se repitió la historia del año anterior.

Siempre he sido consciente de que es muy sano moverse y ejercitarse, y nunca lo he dudado ni negado, pero resulta, en mi caso, que de sólo pensarlo me da flojera, y entonces no quiero mover ni un dedo. De joven descubrí que el sexo era una forma muy sana de ejercitarse, y por primera vez creí haber encontrado la mejor manera de hacer alguna especie de deporte, que me encantaba y quería practicarlo tan seguido como pudiera, pero el gusto no me duró mucho, ya que comprobé que practicar deportes tiene fecha de caducidad, directamente proporcional a la disminución de nuestras capacidades físicas, y así terminó la única práctica, a mi parecer deportiva, que emprendí con verdadera enjundia en toda mi vida.

Hoy en día mi máximo ejercicio es caminar cuando tengo que ir a algún lado, pero son distancias tan cortas, que no se le podría considerar a eso como una forma real de ejercitarse. No me llaman la atención los partidos deportivos, y soy incapaz de sentarme a ver alguno de ellos más de unos minutos, sin ser atrapado por el aburrimiento, casi instantáneo. Por lo mismo, no tengo preferencias deportivas, ni estoy enterado de lo que sucede en ese ámbito, lo que incluso me ha acarreado problemas y hasta me he visto en aprietos, por ejemplo, por no tener equipo de futbol favorito, o no saber absolutamente nada del tema, y tener que soportar calladamente las pláticas acaloradas de mis compañeros, casi siempre de oficina, o en alguna reunión, en torno a algún acontecimiento deportivo, desconocido para mí, así como carente totalmente de mi interés.

O bien, tener que rechazar amablemente la invitación de algún amigo, para que nos juntemos para departir, mientras vemos en TV el torneo del súper tazón de futbol americano de EU, lo que para mí representa virtualmente una tortura, que por supuesto, no estoy dispuesto a auto infligirme, pues no sé ni me interesa nada al respecto, y me aburre en unos cuantos segundos. Lo peor de todo es que sé muy bien cómo se juegan diferentes deportes, y entiendo de qué se tratan, de manera que hasta podría comentar algo, pero mi falta de interés es mayor, y generalmente me abstengo de emitir cualquier opinión.

En su lugar, siempre he preferido sentarme o acostarme, pero hacerlo para leer o para escuchar música, o para escribir, o para tocar guitarra, o para platicar con alguien de temas que me intrigan, o simplemente para soñar despierto, aunque tales actividades tal vez no aseguren mi salud, pero que sé muy bien que siempre me garantizan diversión en grande.

 
 
 

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