Los maravillosos canes (Parte I)
- Luciano Hidalgo Guerrero
- 20 mar 2018
- 5 Min. de lectura
Por alguna razón desconocida para mí, siento gran aprecio, respeto y admiración por los perros. De todos los animales, el can es el que siento que está más cerca del hombre, pues vive con éste en todos lados y en cualquier condición, y siempre comparte la suerte de su dueño o del lugar donde se encuentre, pero también tiene mucho que ver la convivencia ser humano-cánido, siempre con lazos muy estrechos e indisolubles, sobre todo para el animal.
Durante muchos años de mi vida los canes no fueron muy importantes, a pesar de que tuve uno que otro –desde el clásico perro callejero, hasta algunos “de raza”– a lo largo de mi niñez, pero en realidad no apreciaba en ese entonces la calidad de un animal como el perro ni conocía sus capacidades, muchas de ellas superiores a las nuestras, y otras, diferentes y desconocidas o, digamos, intangibles para los seres humanos.

Ahora sé muy bien y con plena conciencia, que la ignorancia ayuda a dejar enterradas demasiadas cosas y a no saber de ellas nunca, y todo esto por supuesto en nuestro perjuicio. Pero tampoco ignoro que el hecho de informarse y cultivarse es cuento de nunca acabar, toda vez que cae uno en la cuenta de que le falta a uno todo por aprender o conocer; como si el conocer te redujera a tu mínima expresión y te dieras cuenta entonces de la verdadera y gigantesca dimensión de las cosas. Es chistoso a la vez que absurdo, pero así es.
Pero volvamos con los cánidos. Sucedió que de repente comenzó el cambio en mi actitud con respecto al “mejor amigo del hombre” (adjetivo que creo acertado, sólo que le falta una palabra para que sea totalmente verdadero; la frase debería decir y sin faltar a la verdad: “el mejor y único amigo del hombre”) y comencé a observarlos de cerca. Por suerte vivo en un barrio popular de la ciudad de México –Tacuba–, donde abundan los perros y muchos de ellos son ayudados por infinidad de gente del lugar. Esto da como resultado que Tacuba se declare como zona pro cánida, por la actitud benévola de sus habitantes para con estos animalitos.
Todos los perros cuentan con nombre propio, aunque no con dueño; esto es algo tan raro, que me costó tiempo asimilarlo: Cualquier perro callejero que se aparezca en el barrio de Tacuba es bienvenido –además de bautizado– y será acogido con generosidad por sus moradores, lo que hace que uno se familiarice y conozca tanto a los canes particulares, como a los recién adoptados por el vecindario.
De manera que uno está felizmente obligado a tolerar e incluso alentar la proliferación de estos pobres animales, de los que si en realidad hubiéramos controlado su crecimiento –existen variadas formas de hacerlo– y además hubiéramos estudiado y aprovechado sus cualid
ades, que son muchísimas, otra cosa sería para ambas partes: ellos –cánidos– y nosotros.

Para demostrar lo anterior, es preferible pasar a los hechos; estos nos darán una idea clara del desperdicio que desde hace muchos años existe con respecto a los perros domesticados, pues hace no mucho tiempo –por ejemplo en la época colonial– sólo existían perros salvajes en la ciudad de México.
De esas épocas hasta nuestros días, la diferencia estriba en la ahora completa adaptación-sumisión-dependencia de los perros al modo de vida del hombre, pero sin que ello implique la obtención de provecho mutuo alguno; de hecho en tal caso, la ventaja máxima sería para los perros tanto adoptados como callejeros: poder vivir a expensas del ser humano sin que éste reciba, como debería de ser, algo a cambio, para que de esa forma fuera una relación recíproca, pero muchas veces no es precisamente así.
Vayamos a los hechos, pues: Se ha demostrado científicamente que los cánidos son capaces de detectar males diversos que afectan a los seres humanos. Es decir, los perros son capaces de avisarle a su dueño o a quien conocen bien, de que algún mal lo aqueja y pueden asimismo prever las consecuencias de dicho mal. Cuando tal hecho sucede, los perros suelen comportarse extrañamente, distintos a todos los días; algo pasa, algo nos quieren hacer saber, pero no tienen demasiadas formas de darnos a conocer esas inquietudes, propias de su percepción de la realidad, muy diferente a la nuestra. También son capaces de ayudarnos al extremo de arriesgar su propia vida en nuestro beneficio, cosa que no suele suceder de manera contraria.
Asimismo, ya se han logrado entrenar cánidos para desarrollar diversas tareas, que van desde la imprescindible ayuda que ofrecen a los invidentes o a los esquimales, hasta los que se dedican a labores de salvamento, de búsqueda de drogas o de armas, de salvavidas, de búsqueda de mercurio en autos chatarra a punto de ser compactados y reciclados; bueno, también la hacen de cargadores para caminantes y montañistas, de guías en rutas intrincadas, de compañía para enfermos, etcétera, etcétera.
Claro que cualquiera se reiría de estos argumentos viendo a los pinches perros de la esquina, que no hacen nada más que ganarse el alimento de la manera más sencilla y cómoda: Esperar que alguien o algunos les lleven de comer aunque sea un poco; pero eso es producto de la vida en una ciudad, no de la naturaleza canina: Ellos simplemente se adaptan rápidamente a las condiciones imperantes, cualesquiera que éstas sean.
Pero hay diversas historias de algunos verdaderos personajes del submundo canino, que a pesar de ser callejeros o precisamente por eso, tuvieron la ventaja de llegar a ser una especie de “protegidos” en determinado lugar, que en este caso es el edificio donde habito actualmente en la colonia Tacuba de la Ciudad de México.
Me refiero a un perro grande, de color amarillo y raza imprecisa que ya estaba en el edificio desde antes de que yo llegara a vivir aquí, y era callejero, mejor conocido como “El Güero”. Su comportamiento de can bonachón no le restaba fiereza para defender su territorio: Todo el edificio y su correspondiente acera de esquina a esquina. Cualquier otro cánido que osara pasar por el territorio del “Güero”, era inmediatamente repelido por éste, a menos que “El Güero” no se diera cuenta o le diera flojera moverse o no pudiera salir del edificio, cosa que sucedía a menudo, de manera que era algo muy usual encontrarse al “Güero” en la puerta, ya sea para entrar o salir del edificio, al que conocía a la perfección.
“El Güero” era muy peculiar, y digo que era porque ya pereció hace unos años. Realmente “El Güero” ayudaba a mantener seguro el edificio, pues si algún extraño entraba al inmueble, era muy probable que se sorprendiera por la presencia del animal y de cierta forma, se pensaba con verdadero alivio, que gracias al “Güero” podían desistir de hacer alguna fechoría en el edificio algunos malosos, que no faltan.
Y así se la llevó el mentado “Güero” y luego, para mi sorpresa, me enteré que este can no sólo era entenado en donde vivo, sino en algunos otros edificios cercanos. Bueno, realmente cuando supe de sus asombrosas correrías, mi reacción fue de total perplejidad, o para ser más preciso, me quedé como pendejo.


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